31 de octubre de 2009

Una playa sin mar

Se llama Gulpiyuri y está en Asturias, un aldeano al que preguntamos por su ubicación la describió en su muy peculiar manera mientras nos indicaba cómo llegar a ella a través de un camino sin asfaltar, y una vez que se había repuesto de la extrañeza que le provocaba nuestro interés en “ese agujero”.

Nada más llegar a ella pensé que desde luego se prestaba a ser la metáfora de muchas cosas, pero enseguida me dediqué a observarla y disfrutar de su belleza y singularidad. A cierta edad uno ha aprendido sobradamente que hay momentos en que los sentidos no deben perturbar a la mente, pero también que cada vez son más las veces en que ha de ocurrir al contrario, cuando los sentidos no deben verse limitados por reflexiones excesivamente profundas y ajenas a lo que uno está viviendo en ese momento, debe ser eso de “relajarse y disfrutar” que tanto se oye pero que no es tan fácil de practicar.

Y es por eso que ha sido un tiempo después de visitarla, cuando me he visto sorprendido en sueños por esa extraña playa, y caigo en la cuenta de cuánto me impactó y de cómo sigo aún desconcertado, y trato de hacer aquella reflexión que no hice, ”ni falta que hace”, debí pensar.

Quizá por eso cuando tras atravesar unos campos de labranza -con carro de madera y burro incluido- y tras aparecérseme ante mi aquella extraña playa, modesta por su pequeñez pero a la que no le faltaba su arena blanca, sus olas y su olor característico, lo primero que hice tras el impacto inicial -que supongo es el que aún no he superado- fue darle la espalda y seguir montaña arriba buscando lo que aquella hermosa playa afirmaba a base de negarlo a mis ojos: el mar.

Piedras cada vez más afiladas que parecían querer frenarme conducían siempre hacía arriba hasta el borde de un acantilado donde pude contemplar primero la inmensidad del agua que iba buscando, y después -asomándome peligrosamente- lo que ya intuía, un mar sin playa, bastante más común pero muy congruente supongo con lo que había tras de mi tierra adentro unos cien metros abajo.
Creo que estuve, estuvimos, más tiempo ahí arriba que en el trozo de arena de abajo, donde si recuerdo haberme hecho la pregunta de si aquella playa sería de mi agrado para bañarme y leer cobijado bajo alguna sombra, como suelo hacer en tantas otras playas, y mi respuesta fue inmediata, no, desde luego no me atraía. O mejor dicho, me atraía demasiado, lo mismo que me atraía peligrosamente ese acantilado de piedras afiladas…

Gulpiyuri -hasta el nombre es extraño y desconcertante- metáfora de tantos y tantos esquemas rotos, de duros puñetazos de realidad y de abismos de la razón es esa playa sin mar, que quizá por su inquietante belleza, o por su rotunda forma de negar lo que afirma y afirmar lo que niega aún me estremece en sueños…

Hasta que un día vuelva a enfrentarme a ella, a decirle que ya no la temo, que está ya en mi mar de miedos vencidos o aceptados que son parte de mi vida, así como yo soy ya parte de ella, un visitante más de lo extraño y desconcertante del mundo externo e interno por el que todos transitamos.