13 de mayo de 2011

Chico de (centro) ciudad

Eran sus doce o catorce años los que le cogían desprevenido, despertándole al mundo en una azotea de la calle corazón del corazón de la ciudad, ¿es posible estar más sólo que en la cresta de un edificio aprisionado entre edificios, con miles de personas y vehículos circulando como hormigas allá abajo?. Eran las horas consumidas en interminables reflexiones en aquella enorme y desolada azotea, junto a un cuarto de ascensores que no hacía sino subrayar con los sonidos de su maquinaria las subidas y bajadas emocionales de aquel chico que tenía tanta fe en el universo entero como miedo a enfrentarse a él.


Tras subir al torreón de aquella azotea –la azotea de la azotea- por unos precarios escalones oxidados y tras sortear un engorroso bosque de antenas y los vientos de sujeción de éstas se sentaba en una zona despejada, pero eso si, permanentemente acechado por dos patios de luces repletos de ventanas y rematados a la inversa, en su planta inferior, nueve más abajo, por un lucernario de cristal en forma de pirámide que coronaba el suntuoso portal, aquel por dónde circulaban constantemente amas de casa, oficinistas, turistas, y muy rara vez algún chico de doce o catorce años. De sus pies, o sus rodillas -cuando se sentaba- al abismo de uno de esos patios apenas le separaban 20 centímetros de un murete rematado con baldosas catalanas, casi todas rotas, ninguna limpia del hollín de las calderas de carbón, sólo esos 20 centímetros, ninguna barandilla, muchos años después la habrá, cuando ningún chico de doce o catorce años la necesite.


Miraba él -y sus doce o catorce años- hacia abajo, porque con suerte alguna chica alojada en el hostal de tres plantas más abajo habría dejado la ventana del baño abierta al salir de la ducha y el podría disfrutar las vistas, pero aquello casi nunca pasaba, lo que si ocurría es que el aburrimiento le hacía levantar la cabeza hacía la parte trasera del edificio, tan opuesta a los neones de la calle principal, pues aquel inmenso mar de inmóviles y desiertos tejados le relajaba la mirada y la mente sin que él mismo fuera consciente de ello.


Y era en ese momento cuando sin apenas darse cuenta desarrollaba todas aquellas ideas tan puras, tan perfectas, cuando aquel cerebro virgen optimizaba al máximo todas las conexiones neuronales generadas en sus doce o catorce años de vida, cuando tras unos pocos minutos o algunas horas de pronto surgía aquella idea luminosa que le hacía comprender el sentido del laberinto racional que le había hecho cavilar tanto. A veces era la reacción extraña e incomprensible de un familiar o un amigo, otras un pensamiento leído a un filósofo y muchas otras la confirmación teórica de un ideal romántico. Y era justo en ese momento cuando sin apenas darse cuenta aquella sensación que le llenaba de enorme júbilo le hacía levantarse repleto de alegría de un salto.

Como aquella tarde, en que tras levantarse como tantas otras veces, se puso a continuación a bailar de puro contento, emulando esos pasitos de claqué que veía en las películas, como cuando Gene Kelly se agarraba para girar en torno a una…¿antena…?, no, Gene Kelly no se agarraba a una antena, sino a una farola a ras de suelo, y aquel chico acababa de sujetarse a una frágil antena de la azotea de una azotea, al borde de un patio de luces de 30 metros de altura.


“Le recogieron del mismo centro del lucernario en pirámide, justo en el pico más alto”, eso contaría el periódico, o morbosamente la portera, si no hubiera conseguido agarrarse a esa otra antena justo en el último momento. Exactamente eso es lo que pensaba mientras escuchaba cabeza abajo como golpeaban ruidosamente contra el lucernario, nueve plantas más abajo, las monedas que hasta hace un momento dormían en el bolsillo de su camisa, a la vez que poco a poco, lentamente, deslizaba las manos hacia atrás a lo largo de los soportes metálicos que le habían salvado la vida.


Ya a salvo, durante un buen rato no fue capaz de moverse ni de tranquilizar sus temblorosas piernas, pero poco a poco se sosegó e incluso le embargó una extraña risa nerviosa. Finalmente se levantó despacio y tras echar una última ojeada a la aún cerrada ventana del baño del hostal bajó a cenar. Al entrar a casa la risa residual que aún le quedaba se le cortó en seco al escuchar las protestas de sus padres y los vecinos porque no se veía la tele...