Hay veces en
que salgo tarde del trabajo, no porque estuviera trabajando sino porque antes
de apagar el ordenador leo lo que vaya saliendo en la pantalla, sin mucho
interés primero, pero mucho más atento después, del primer “ya me voy” al último
“¿por qué no me he ido?”, de la primera deriva al último poema, a la última
canción.
Y luego
salgo a la calle y comienzo a andar, despacio, como si cada paso me costara,
como si cada pie pesará cinco kilos, y… es raro, no sé que siento, no se siquiera
que pienso, solo al ver el granito de la acera que se ha empapado durante horas
caigo en que he olvidado el paraguas, hoy ha llovido, mucho, el granito de mi barrio está empapado, ya no
llueve, creo.
Y hay veces
en que andando voy queriendo saber lo que siento, y cuánto más pienso más
siento, pero menos comprendo. Y una extraña y nueva pero muy conocida
melancolía me atrapa.
Y hay veces en
que entro en esa decadente galería comercial, junto a la que paso todos los
días, que tanto frecuenté en mi infancia y que hace años que no piso. Y la
recorro despacio, está igual que hace años, hasta los nuevos comercios –de
los pocos que no están cerrados- parecen llevar allí cuarenta años. Y hay veces
que llego al final de la galería, la que da a la pequeña y modesta calle de
atrás, y estoy a punto de salir a ella, pero algo me detiene; un hombre está fuera,
de espaldas a mí, sentado en las escaleras de acceso, lleva un gorro de lana y
tiene a su lado una mochila, su postura es de profundo desamparo, …o eso
proyecto yo en él.
Debo salir,
como siempre en esta circunstancia, odio no ver la cara de cualquiera que me
haya llamado la atención, no hacerlo es deshumanizarlo, no “ponerle” cara es
matarlo un poco, y como humano que soy matarme a mi otro poco por tanto, debo
salir y mirarle discretamente. Pero no lo hago, quizá al sentirme tan
identificado me aterra ver mi cara en la suya, y no quiero hacerlo para
asegurarme de que no es mi cara y quedarme tranquilo, pues entonces no se
trataría de mirarle “a él”, sino a mi mismo, y por supuesto que él no es yo
-dejemos a Poe y/o a Lovecraft para otro día-, lo se de sobra, es simplemente
que aunque él no vaya a saberlo nunca no me parece bien utilizarle para mi
jueguecito de caras y espejos. Freno por tanto a la fuerza mi curiosidad.
Me limito a
hacer una foto en la que apenas se le ve, pues justo en ese momento he decidido escribir esto, quizá
porque hace mucho que no escribo, una tonta disculpa más, o quizá para soltar
lo que sea que “no se” que siento, no lo tengo claro, nada está claro esta
noche, ni siquiera la luna, que tampoco hoy muestra su cara apenas.
Y es que… no
es verdad que hay veces que…, no “hay veces”, al menos hoy, en este mundo, en
este universo sólo hay un “ahora”, un “hace un rato”, ese en el que…, creo que
ya voy sabiéndolo, me siento un poco como la luna, tan cerca y observada, pero
tan sola, enorme y oronda como nunca. Solo así hoy, sólo ahora.
Vuelvo a
casa. Mañana trataré de pasar de nuevo a ver si está el hombre, soy ruin al
pensar que ojalá, ¡ojalá!, sea un mendigo de los que frecuentan el barrio y
poder verle la cara, y si no es así mejor para él, quizá el mendigo soy yo,
como la luna, que mendiga luz y después se oculta por pura timidez.
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P.D. (al día siguiente): Estaba. He vuelto por atrás a la galería y ahí estaba, casi en el mismo sitio, apenas unos escalones mas abajo, muy concentrado con algo en las manos, como si hiciera ganchillo, le he visto la cara muy fugazmente, unos 45-50 años, barba pelirroja, no mendiga, simplemente está ahí.
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P.D. (al día siguiente): Estaba. He vuelto por atrás a la galería y ahí estaba, casi en el mismo sitio, apenas unos escalones mas abajo, muy concentrado con algo en las manos, como si hiciera ganchillo, le he visto la cara muy fugazmente, unos 45-50 años, barba pelirroja, no mendiga, simplemente está ahí.
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